Valeriano
era un emperador duro y sanguinario. Se había convencido de que los
cristianos eran los enemigos del Imperio y había que acabar con ellos.
Los
cristianos para poder celebrar sus cultos se veían obligados a
esconderse en las catacumbas o cementerios romanos. Era frecuente la
trágica escena de que mientras estaban celebrando los cultos llegaban
los soldados, los cogían de improviso, y, allí mismo, sin más juicios,
los decapitaban o les infligían otros martirios.
Todos
confesaban la fe en nuestro Señor Jesucristo. El pequeño Tarsicio había
presenciado la ejecución del mismo Papa mientras celebraba la Eucaristía
en una de estas catacumbas.
La
imagen macabra quedó grabada fuertemente en su alma de niño y se decidió
a seguir la suerte de los mayores cuando le tocase la hora, que "ojalá
—decía él— fuera ahora mismo".
Un día
estaban celebrando la Eucaristía en las Catacumbas de San Calixto. El
Papa Sixto recuerda a los otros encarcelados que no tienen sacerdote y
que por lo mismo no pueden fortalecer su espíritu para la lucha que se
avecina, si no reciben el Cuerpo del Señor. Pero ¿quién será esa alma
generosa que se ofrezca para llevarles el Cuerpo del Señor?
Son
montones las manos que se levantan de ancianos venerables, jóvenes
fornidos y también manitas de niños angelicales. Todos están dispuestos a
morir por Jesucristo y por sus hermanos.
Uno de
estos tiernos niños es Tarsicio. Ante tanta inocencia y ternura exclama,
lleno de emoción, el anciano Sixto: "¿Tú también, hijo mío?" —"¿Y por
qué no, Padre? Nadie sospechará de mis pocos años".
Ante
tan intrépida fe, el anciano Obispo toma con mano temblorosa las
Sagradas Formas y en un relicario las coloca con gran devoción a la vez
que las entrega al pequeño Tarsicio, de apenas once años, con esta
recomendación: "Cuídalas bien, hijo mío". —"Descuide, Padre, que antes
pasarán por mi cadáver que nadie ose tocarlas".
Los
paganos le encontraron cuando transportaba el sacramento del Cuerpo y
Sangre de Cristo y le preguntaron que llevaba. Tarsicio se negó a
responder; pero ellos sospechando que llevaba algún odiado “misterio” de
los cristianos, le apedrearon y apalearon hasta que exhaló el último
suspiro, pero no pudieron encontrar el sacramento de Cristo ni en sus
manos, ni en sus vestidos.
Pasó
Tarsicio a la casa del Padre celestial en el año 258. Los cristianos
católicos recogieron el cuerpo del niño mártir y le dieron honrosa
sepultura en el cementerio de San Calixto.
En un
poema, el Papa san Dámaso (siglo IV) cuenta que Tarsicio prefirió una
muerte violenta en manos de una turba, antes que "entregar el Cuerpo del
Señor". Lo compara con san Esteban, que murió apedreado por su
testimonio de Cristo.
San Tarsicio es patrono de los jóvenes adoradores y de los acólitos o monaguillos que ayudan a los presbíteros en el Altar.
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